Por Virginia Rocchetti

 

Ubicado en pleno centro rosarino y con una enorme tradición gastronómica en las colectividades de la ciudad, el Bodegón del Club Alemán abrió sus puertas al público hace tan sólo tres meses. 

La fachada original y de una belleza inigualable, no se comparan con el enorme y misterioso caserón que se encuentra puertas adentro. Un piso externo de baldosas rojas y el olor a jazmín de leche te conducen en piloto automático hacia el patio cervecero inaugurado hace tan sólo unos días y las luces colgantes le dan un matiz privado y cálido. Nada tiene que ver el ingreso al restaurante con sus puertas de madera y una enorme escalera que conduce hacia los pisos superiores de la casona.

Lo más bello de este lugar no es la comida sino el misterio de semejante historia. Ir al baño significa descender una pequeña escalera que conduce a un pasillo casi en penumbras, rodeado de puertas que no sabemos qué esconden. Más escalones, candelabros y diminutas ventanas de confesionario en las paredes simulan un ambiente de suspenso y terror. Una película en blanco y negro fiel a las primeras décadas del Siglo XX.

Con una carta no tan variada en menú pero con muy buenos precios, permite degustar comidas típicas alemanas como goulash (recomendable), chucrut o cerveza artesanal y algunos platos nacionales para el paladar más tradicional. Lo extraño es que el plato principal y más destacado en la carta sea la “pizza libre”. Si bien había parejas y alguna familia, la mayoría eran mesas de amigos o amigas que disfrutaban de una cerveza pero no de comida típica alemana. Extraño para un lugar que busca ser una referencia gastronómica novedosa.

La atención es extremadamente rápida. Si bien en este mundo de inmediatez pretendemos que nos atiendan velozmente, los mozos parecen responder al llamado de los ancestros alemanes, porque en cinco minutos nos trajeron hasta el plato principal. El tiempo es oro y para ellos lo vale muchísimo porque luego de cenar, nos retiraron los platos de forma instantánea con la certeza casi ineludible de postergar la sobremesa para otro día. Algo casi sagrado para un argentino que busca no sólo buenos platos sino una charla posterior a llenar su estómago. En menos de media hora ya habíamos cenado y pagado.

¿Volvería?, Sí. Pero sabiendo que la comanda se hará luego de haber pedido la segunda cerveza.