Por Facundo Petrocelli

¿Cuál es el misterioso tsunami que puede producir en el lenguaje un cambio de letra que propone una referencia igualitaria de género? ¿Acaso la e puede ser suficientemente poderosa para encender una revolución gramatical y hacer estallar un sistema lingüístico? Hoy el uso del lenguaje inclusivo provoca una abierta disputa que trasciende los espacios académicos y se ha convertido en objeto de banalización mediática, quedando en el ojo de la tormenta del debate público. Es habitual que muchas personas se muestren incómodas e irritadas cuando escuchan un “todes”, “amigues” o “chiques”. Aunque los jóvenes empleen con total naturalidad esta propuesta lingüística e incluso adopten un léxico que resulte incomprensible para generaciones mayores. Pero nada está perdido, solo es cuestión de tender puentes idiomáticos y entender que el lenguaje se abre camino con la potencia expansiva de un río que va surcando nuevos territorios.   

En una reciente entrevista radial, Luis Novaresio se burló de una gremialista docente que utilizó expresiones valiéndose de lenguaje inclusivo. El reportaje rápidamente se viralizó, quedando el periodista envuelto en la polémica por su modo mordaz e irónico –agresivo, por cierto– de referirse a dicho lenguaje y el destrato que dispensó a la entrevistada. ¿No se oculta acaso una violencia agazapada en los detractores del lenguaje inclusivo más allá de supuestas correcciones lingüísticas que procuran reivindicar?   

Esencialmente, el lenguaje es un campo fértil que muta y, en tanto reflejo de prácticas sociales y culturales, nombra, visibiliza y significa. Hoy, ante el avance de los movimientos feministas y colectivos disidentes que reclaman reconocimiento de derechos históricamente postergados y olvidados, poniendo en jaque los binarismos y las dicotomías, pugnando por un trato equitativo e igualitario, requiere también de un replanteo. Fundar una nueva lengua que incluya a todos. O mejor, a todes.  

Dicen quienes se oponen, como en la difundida intervención de Novaresio, que el lenguaje inclusivo es una moda, algo cool. Pero en rigor de verdad responde a reclamos históricos que se remontan a los años 70. Ya en aquellos años, mujeres denunciaban el uso sexista de la lengua castellana, como es el caso de la lingüista argentina Delia Suardiaz, al publicar su tesis de Maestría en Lingüística “El sexismo en la lengua española”, donde afirma la necesidad de un cambio lingüístico.  

Pero no solo no es algo pasajero o caprichoso, como muchas veces se lo pretende encasillar en forma superficial, sino que además pretende crear conciencia de género y nombrar a quienes se invisibilizan por no identificarse en la categoría binaria masculino/femenino. De lo contrario, expulsaríamos del lenguaje y condenaríamos al silencio, a no ser llamadas, ni nombradas, a personas que no se reconocen en ningún género.    

En un célebre discurso pronunciado en Zacatecas (México), el genial escritor García Márquez proponía “simplificar la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”. En dicha alocución -ante un demudado congreso de lingüistas, académicos y gramáticos- exhortó a humanizar sus leyes y liberar “sus fierros normativos para que entre en el siglo XXI como Pedro por su casa”.    

Hay que recordar que la Real Academia Española, fundada en 1713, resolvió no aceptar mujeres como académicas de número hasta fines del siglo XX. Hoy de los 46 sillones de la milenaria institución, solo ocho son ocupados por mujeres.  

Más allá del debate suscitado, de la ridiculización de los medios de comunicación y del reconocimiento oficial de la academia, debe pensarse al lenguaje como movimiento y no como un sistema atávico e impenetrable por los cambios sociales y culturales.