Por: Guillermo Fechenbach
La noche del 30 de diciembre de 2004 resulta imposible de olvidar para todo aquel al que le corra sangre por las venas. El lógico calor de verano se adueñaba de la noche previa al año nuevo, de esas que siempre suelen pasar desapercibidas entre medio de los dos tradicionales festejos. Pero, lamentablemente, la tragedia golpeó la puerta de la música, de la juventud y de muchas costumbres argentinas que no volvieron a ser las mismas.
“Poné Crónica que pasó algo feo en un recital”, exclamaban –palabras más, palabras menos-, los SMS o chats que caían a mansalva en aquel momento. Con intriga pero suponiendo algún episodio casi cotidiano, encendí el televisor para encontrarme con lo que nunca jamás se me hubiese ocurrido cruzar. Y que mis retinas aún recuerdan como si fuera hoy.
El apuro por la primicia –tantas veces dañino y traicionero- hizo que el canal de la placa roja repitiera una y otra vez que se había incendiado un boliche de cumbia. Eso sí, rápidos de reflejos, disponían de un móvil en el exterior del hoy fatídico República de Cromañón, donde, en una mezcla de vocación periodística con morbo, entrevistaban a aquellos pibes que lograron gambetear el desastre.
“No, no era un boliche de cumbia, acá estaba tocando Callejeros”, respondió un joven, cuyo rostro no recuerdo pero que fue el primero en encender mis alarmas. ¿Para qué mentirles? No me era ajeno ni me daba lo mismo que fuese esa banda, la misma a la que había estado escuchando en vivo dos semanas antes en un multitudinario recital en el Estadio de Excursionistas, a veinte minutos de donde se estaba desencadenando lo impensable.
Recuerdo haber conocido a la banda liderada por Juancho Carbone y Patricio Santos Fontanet gracias al contestador de mi amigo Pablo “Vitamina” Sánchez, por aquel entonces jugador de Rosario Central –ya de Quilmes en el momento de la tragedia-, que había decidido colocar el estribillo de “Una nueva noche fría” cuando la banda de Villa Celina todavía era conocida por unos pocos. Vita siempre fue aquel amigo que nos introducía a lo nuevo del rock nacional con un paladar fino y una precisión de cirujano, pero no es eso -desafortunadamente- lo que nos ocupa ahora.
Gritos, llantos, decenas de dotaciones de bomberos, incertidumbre ya en todos los canales de noticias, aunque nada hacía presagiar el desastre que se había vivido allí adentro. 194 sueños que se hundieron allá, emulando la canción “No volvieron Más”, que el propio “Pato” había escrito en homenaje a los soldados caídos en Malvinas, pero que tenía tantas estrofas que se entremezclan con aquella noche que el propio cantante admitió que nunca más pudo siquiera intentar tocarla en un ensayo.
Todo lo que ocurrió del día siguiente en adelante fue bien a lo argentino: la historia que todos conocemos, con irregularidades por doquier, salidas de emergencia bloqueadas con candado, una media sobra inflamable -¡todavía me nace insultar cuando lo recuerdo!- en el techo de un lugar cerrado donde se realizaban conciertos casi a diario. ¿Quién podría haber habilitado República de Cromañón en su sano juicio o, bien, sin haber recibido algún “favor” por firmar esos papeles? Cuesta creerlo, aunque la Justicia nunca se encargó de la pata política de la tragedia.
Nadie dudó, y con bastante razón, que Emir Omar Chabán, un tipo hasta entonces querido en el ambiente del rock y conocido por haber ayudado en el crecimiento de muchas bandas, la había errado muy feo. Fue preso de la codicia y la ambición, vendiendo muchas más entradas de las permitidas, cerrando esas benditas puertas, generando condiciones casi inhumanas para un espectáculo musical. Chabán murió de cáncer, en prisión domiciliaria, hace más de 6 años. Encerrado y solo, cumpliendo condena por un hecho aberrante. No era para menos.
Lo más “argentino” –aparte de las irregularidades en las habilitaciones que siempre fueron moneda corriente- resultó el enfrentamiento mediático en relación a la culpabilidad o no de los músicos. Y en medio de ello, en busca del maldito rating, desfilaban familiares de víctimas con posturas antagónicas, jugando el River-Boca, el Blanco-Negro, el Cielo-Infierno del que se regocijaban los medios por lo mucho que les servía. Cualquier límite moral ya había quedado pisoteado.
Más allá de las opiniones de todo tipo que se escuchaban en los medios, en los bares, y en los recitales (donde, vale decirlo, la banda gozaba de un apoyo casi unánime de sus colegas), el primer juicio realizado en 2009 absolvió a Fontanet y sus músicos, aunque esa sería solo la primera página del enorme trajín judicial que deberían enfrentar posteriormente.
En noviembre de 2010, casi 6 años después de la noche más fatídica de la historia de la música argentina, vio la luz Casi Justicia Social (cuyas iniciales CJS emulaban a la extinta Callejeros). Sin embargo, solamente “Pato” Fontanet y el bajista Christian Torrejón se mantenían en relación a la conformación de la banda que en aquel 2004, antes de que la vida los marcara para siempre, habían saboreado las mieles del éxito quizás en mucho mayor cantidad de lo que alguna vez habían soñado.
Poco se supo de casi todos los músicos, incluso de “Juancho” Carbone, alma mater de Callejeros y un prodigioso saxofonista que, entre otros, participó del éxito rotundo de Viejas Locas. Ese casi, lamentablemente, excluye al femicida Eduardo Vázquez, condenado a prisión perpetua por prender fuego a su pareja en 2012. A pesar de las especulaciones que estuvieron a la orden del día, ninguna pericia pudo conectar los sucesos de Cromañón con la aberrante decisión del ex baterista de la banda.
Casi Justicia Social se encaminaba, aún con la tragedia a cuestas, a posicionarse en la cúspide del rock argentino. Como máximo hito, se registra un lleno absoluto en el festival de Cosquín del año 2012, donde los expertos contabilizaron una concurrencia superior a las 40 mil personas.
Pero el 17 de octubre de ese mismo año la Cámara de Casación revocaría el fallo inicial y llevaría a “Pato”, los músicos de la banda y su mánager, Diego Argañaraz –el primer detenido a pocos días del recital- a su primera detención. En el caso de Fontanet, luego de practicársele las pericias correspondientes, fue internado en un psiquiátrico de la Provincia de Córdoba, lugar de residencia de su pareja.
La culpabilidad o no de los músicos siempre fue un tema demasiado escabroso como para formar una opinión clara. No obstante, la cantidad de familiares que perdieron durante el recital, y las averiguaciones sobre la responsabilidad de las bandas en general sobre las condiciones de los lugares en que se presentaban, acercan más a este escriba a suponer que la culpa de Callejeros en el siniestro fue, cuanto mucho, una parte muy menor del entero. Opiniones al margen, “Pato” y parte de la banda fueron nuevamente presos en 2016, liberados meses más tarde y aún hoy aguardan sentencia firme sin que se descarte la posibilidad de volver tras las rejas.
Nada fue igual para la música luego de Cromañón. Tuvieron que perderse casi 200 vidas para que aparezcan, ahora sí, las clausuras a los lugares inhóspitos donde se aglutinaban personas como hormigas, las medidas de prevención antes, durante y después de cada show, el control sobre los funcionarios encargados de habilitar o no los locales. El fantasma de los sueños que se hundieron allá sobrevuela al día de hoy cada rincón del rock y de la música argentina.
Chabán muerto cumpliendo condena, Aníbal Ibarra –por entonces jefe de gobierno- destituido pero sin implicancias judiciales. Los funcionarios que habilitaron Cromañon ni siquiera investigados. Todo tiene sabor a poco después de semejante mazazo. Mientras tanto, Don Osvaldo –así denominada hoy la banda post CJS- preparaba un multitudinario regreso en Córdoba que luego impidió la maldita pandemia.
16 años atrás, en un recóndito lugar del barrio de Once, donde hoy las zapatillas y las prendas de los pibes inmortalizan un santuario que será eterno, miles de familias, amigos, parejas, seres queridos, quedaron destruidos por otra pandemia de la que siempre fuimos víctimas (y victimarios) los argentinos: los sobornos, la desidia, el todo vale. La música no mata. La corrupción se llevó puestos esos 194 sueños. Y en Argentina, aún con el recuerdo latente, todo cambió para que nada cambie.