Por Lic. Federico Sciretta

El superhombre que ha generado tanto amor, odio, idolatría. A quien le han encomendado una iglesia. El argentino más popular del mundo, que de niño soñaba jugar un mundial con la camiseta de la selección Argentina y salir campeón del mundo. Dos pilares que hasta entonces no eran nada distintos al de cualquier futbolista de hoy. El superhombre que deslumbró a más de un pueblo.

El superhombre, decimos, parafraseando el concepto propuesto por Friedrich Nietzsche. Un concepto que el mismo filósofo define como aquel  hombre capaz de superarse a sí mismo y a su naturaleza. Aquel individuo trascendental, capaz de crear y establecer su propio sistema de valores. Libre de todo tipo de influencias y doctrinas que le han sido impuestas, el superhombre busca desde su estado de pureza y voluntad establecer su propio proyecto de vida. Un proyecto que, en el caso del diez, tuvo como punto de partida una compleja situación acarreada desde el hogar.

La cuestión central comienza a desarrollarse en la adolescencia de Diego. Podemos ejemplificar este asunto con el cuadro de la cena familiar como disparador. Mientras que su padre llegaba de madrugada de tanto trabajar,  él comía con sus hermanos y su madre siempre ponía de fundamento que no lo hacía porque le dolía el estómago. En realidad, no había la suficiente comida para todos. Ella, amorosa Tota, ponía esa valiente excusa para que ellos puedan disfrutar. Cuando Diego puedo registrar la realidad que escondía ese relato, siempre tuvo como meta primordial sacar a su familia de la pobreza y retribuirle tanto amor a sus padres con una mejor calidad de vida. ¿Van entendiendo quién era él? No caigamos en chicanas de que sólo se desvivía por patear un balón y hacer lindas jugadas.

Con esa bondad agregada a su picardía de barrio, Diego unió al pueblo argentino estando en boca de todos. Se convirtió en Dios en el mundial de México en 1986. Su hermosa magia con el balón, tuvo como efecto dominó que todo se detenga para disfrutarlo a él. Aquellos que sufrían tenía felicidad en ese momento. En aquel partido frente a Inglaterra, que para nosotros tenía un condimento particular por la reciente guerra de Malvinas, donde murieron muchos jóvenes argentinos defendiendo la patria, él les dio catedra y rivalidad a aquellos ingleses. Con la famosa y emblemática «Mano de Dios», con sed de venganza, los golpeó donde más les dolía. A partir del título mundial nació un nuevo superhéroe. Los niños, cuando tomaban una pelota, jugaban a ser él.

Diego pasó a ser Dios, extraterrestre, superhéroe y villano para unos pocos no pensantes. Ojalá en algún momento se llegue a divisar que «Pelusa» no fue un mero jugador de fútbol. Fue un tipo resiliente, pudiendo resignificar todo su dolor y adversidad. Llegó a lograr objetivos personales: ser jugador de futbol y tener su propia familia. Y sus objetivos afectivos: darle a sus viejos todo el amor que él recibió, retribuido en una mejor y merecida calidad de vida.

Para terminar, lo más significativo de él: sus valores, convicciones, la humildad. Un buen tipo como aquellos que lo conocieron lo describen. Generoso y, por sobre todo, humano. Quién se atrevió a decir lo que muchos pensaban, haciéndole frente a las consecuencias. Y se equivocó. Claro que se equivocó. Haciéndose siempre cargo de todo. Como bien dijo en su despedida: «Me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha».

¡Gracias Diego!